De los acuerdos razonables como un esfuerzo compartido

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Por María Fernanda Guevara Riera
Filósofa

Nuestras consideraciones se enmarcan dentro de la reflexión que, a propósito de las sociedades occidentales, los sectores filosóficos-políticos emprenden al estudiar la forma más plausible para alcanzar, en la praxis cotidiana, la convivencia armónica de diferentes posturas éticas con el debido compromiso de los individuos por el respeto a las mismas. En efecto, nuestra aproximación analítica al estudiar los problemas e implicaciones que se generan dentro del liberalismo político, lejos de descalificar la propuesta por inviable en su fundamentación teórica o en su aplicación práctica, busca persuadirnos de su real posibilidad al sostener que las exigencias históricas ya no descansan sobre verdades absolutas, sino más bien, sobre “acuerdos razonables”.

Con la noción de “acuerdos razonables” hacemos mención a la idea de contrato sobre la cual se levanta el ideal liberal. Por ende, evitar conflictos que atenten en contra del seguimiento o no del contrato parecería ser una pieza clave para que el orden liberal se solidifique y se mantenga. Para ello, el principio de tolerancia garantiza la “neutralidad” del escenario y el reconocimiento entre personas dispuestas a someterse a un contrato que les asegure el uso de sus libertades por encima de sus pareceres particulares: “… en las democracias occidentales se produce un consenso solapante entre distintas convicciones religiosas, filosóficas e ideológicas que, aunque discrepen entre sí en su concepción de hombre y en la teoría ética en que se apoyan, coinciden en aceptar ciertos puntos comunes. Ello hace posible la convivencia democrática, que es menester defender a toda costa…” (CORTINA, Adela: 1990, 276).

Mas específicamente sostenemos que la antropología filosófica pasa a fundamentar desde una precisa noción de persona la ética-política del liberalismo: “La persona es algo que se desarrolla, lo que significa que no está presente inicialmente, en el nacimiento, sino que surge en el proceso de la experiencia y la actividad social. La persona humana es construida desde los otros, a través de las múltiples relaciones que entabla a lo largo de su vida.” (DESIATO, Massimo: 1996, p.82). De esta forma el liberalismo asegura el consenso del principio de tolerancia y, a su vez, garantiza la consecución de la justicia a través de la búsqueda conciliatoria entre la igualdad y la libertad. Es por ello, que la defensa por un individualismo solidario que tienda a la cooperación en contra de ese individualismo de corte insolidario es la tendencia del liberalismo que vemos con mayor insistencia en la actualidad. Pero esta posibilidad sólo es válida si reposa en la tarea conciliatoria o de suspensión de juicios éticos a favor del contrato y esto se regula, efectivamente, gracias al principio de tolerancia: “… El liberalismo pide tolerancia; pide, por ejemplo, que las decisiones políticas acerca de lo que los ciudadanos deberían estar obligados a hacer, o forzados a dejar de hacer, se tomen de un modo neutral respecto de las convicciones en competencia acerca de la buena y la mala vida que los diferentes miembros de la comunidad puedan sostener.” (DWORKIN, Ronald: 1990, pp. 54-55).

Ahora bien, ¿por qué aceptar el contrato? La fuerza del contrato no radica en el compromiso moral que genera, pues precisamente, tiende a levantar la bandera de la “neutralidad” en torno a las convicciones éticas. Otra cosa es cómo es eso posible y si es posible, lo cual amerita otras entregas. Sin embargo, volviendo a nuestra pregunta, parecería ser que los sujetos están dispuestos a asumir el contrato porque éste les permite mayores posibilidades de desarrollo de sus propias convicciones éticas dentro de un orden regular en la medida en la cual el liberalismo político gestiona de manera más eficaz y sin costo humano las diferencias entre los contratantes fomentando así los “acuerdos razonables”: “…sabiendo que las personas son razonables en lo que se refiere a las demás personas, sabemos que están dispuestas a regir su conducta por un principio a partir del cual ellas y las demás personas puedan razonar unas con otras; y las personas razonables toman en cuenta las consecuencias de sus actos en el bienestar de los demás. La disposición a ser razonable no se deriva de lo racional, ni se opone a lo racional, sino que es incompatible con el egoísmo…” (RAWLS, John: 1996, p. 67).

Este criterio pragmático nos permite un quehacer cotidiano más razonable y se encuentra sustentado en la noción de persona: sujeto razonable es aquel que se erige a partir del reconocimiento de la experiencia intersubjetiva. Por lo tanto, un liberal ético se conduce como persona en el preciso momento en que es capaz de reconocer en “los otros” parte integrante de su juicio personal y, de esta forma, propicia “acuerdos razonables” en su vida diaria: aquellos acuerdos que logremos en lo social serán razonables porque los alcanzamos con el concurso de todos y no de unos a costa de otros o de unos por encima de otros. Justamente, en las afirmaciones impersonales de los liberales éticos subyace este respeto por la presencia del otro. Así, afirmamos que desde la igualdad que otorga la noción de persona el liberal ético-político es capaz de conducirse de manera más razonable que aquellos que se consideran poseedores de facultades superiores para determinar cuáles son las convicciones éticas más plausibles. Es, precisamente en este punto, en donde los liberales éticos posibilitan un esfuerzo compartido para regularnos moralmente en sociedad.

Consideramos que este esfuerzo compartido es auténtico en la medida en la cual el liberalismo político propicie el escenario “neutro” que garantice, en la medida en que lo persigue, un verdadero reconocimiento igualitarista, gracias al cual, los “acuerdos razonables” velen por la noción de lo humano que nos integre socialmente. Nos referimos a la consecución en la práctica de los derechos sociales que nos vuelven más iguales entre nosotros, a saber, el derecho a la educación, al trabajo, y a la salud. Más que una regla formal, los acuerdos razonables como un esfuerzo compartido se empeñan en reconocer y hacer realidad lo que hemos denominado en nuestros artículos precedentes la mirada solícita del otro en lo social. Lo anterior nos permite un actuar más justo en lo social y una posibilidad de convivencia pacífica sin la mediación totalitaria de las armas o de los discursos represivos.

Finalmente, los acuerdos razonables como un esfuerzo compartido promueven la configuración, entonces, de sujetos activos que valoren la palabra y la presencia del otro. Dicha configuración, se debe cimentar y alimentar desde el hogar, pasando por la escuela, por la universidad hasta llegar al ámbito profesional. Ser sujetos activos implica luchar razonablemente por lo social en nuestros espacios y desde nuestros saberes u oficios; nos compromete a esforzarnos por capacitarnos cada día más para tender puentes entre los unos y los otros; nos reta, en nuestro diario trajinar, a alcanzar en nuestras acciones beneficios de justicia social por encima de nuestras preferencias subjetivas.

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