La experiencia de leer: El crimen del soldado es la obediencia

Erri De Luca sentado en el jardin
Erri De Luca sentado en el jardin (foto archivo)

I

El escritor recuerda las lecturas de la niñez sobre el gueto de Varsovia y así, durante la visita que hizo cuando tenía cuarenta y tres años, no se le hace desconocido el lugar donde los alemanes hacinaron a cientos de miles de personas que luego enviaron al matadero. Wohnung Bezirk, “recinto habitable” llamaban a aquel lugar, dando cuenta de que el lenguaje es utilizado por el poder para trastocar la realidad hasta traspasar los propios límites criminales.

El italiano Erri de Luca traza una historia conmovedora sobre las palabras, la relación de una hija con su padre y las fronteras de la maldad. El crimen del soldado (Booket, 2015) es un artefacto literario perfecto, en el que narración, testimonio y memoria se funden para provocar en el lector el estupor ante la maldad obstinada de un hombre que, embriagado de ideología, le dio sentido a su vida odiando a un enemigo, chivo expiatorio de su vileza: los judíos. La inflexión de esta historia viene dada por la perspectiva narrativa, la estructura arriesgada y la hondura moral de los personajes. Conoceremos a este hombre gris, pálido, inicuo, enfurecido consigo mismo, desde la voz de su hija, una mujer a quien su madre le revela —justo antes de abandonarla— a los veinte años de edad, que el hombre con quien ha vivido no es en realidad su abuelo, sino su padre: un criminal de guerra nazi.

De Luca, en la primera parte de esta historia, narra su relación con la lengua yidish, de la que es traductor y que ha aprendido de manera autodidacta. Dice que se parece al napolitano: ” (…) idiomas ambos de grandes multitudes en espacios angostos. Por tal razón son rápidos, de palabras truncadas, idóneas para abrirse un hueco entre los gritos.” En sus manos lleva un manojo de hojas que contiene los cuentos de Israel Yehoshúa Singer, hermano de Isaac Bashevis Singer, Nobel de literatura en 1978, y que ha aceptado traducir y antologizar por encargo de una editorial. Luego de recorrer algunas montañas de las Dolomitas, De Luca va a cenar a la posada a la que usualmente visita cuando está de escalada (otra afición del escritor napolitano), y encuentra en una de las mesas a una mujer que le parece atractiva, se sienta en la mesa de al lado y ve cómo le llevan dos cervezas. La mujer estaba acompañada de un anciano que pronto llegaría y con quien el autor cruzaría unas miradas hostiles. Eran padre e hija. En la segunda parte del libro conoceremos su historia.

II

De una manera inversa a como el yidish se abre un hueco a través de los gritos, la hija del criminal de guerra nazi, intenta colmar el vacío de la relación desangelada entre ella y su padre, con silencios. ¿Cómo convivir con un hombre obsesionado con la derrota? ¿Cómo aceptar que su padre ha sido —e insiste en ser— un criminal, convencido de que la gloria alemana fue vencida por no haber entendido el fondo enigmático del pueblo judío contenido en la Cábala? Y es que este hombre asegura ser “(…) un soldado vencido y perseguido. Mi crimen fue ser derrotado. Esa es la pura verdad.”

Al término de la guerra, este envilecido soldado huye a la Argentina, donde no será un huésped. Atemorizado porque le suceda lo mismo que a Eichmann decide regresar a su Viena natal “uno se esconde mejor entre su misma gente, es bien sabido”; y se convertirá en cartero. Uno que lleva, cada día en su recorrido, correspondencia al Centro Wiesenthal: “a quienes lo estaban persiguiendo por el mundo les hubiera bastado con reconocerle en el umbral, bajo el uniforme de cartero”.

Pero un criminal, que llegó a ser poderoso, que creía que un grupo de hombres podría ser el epítome de la raza humana, la más alta y “pura” encarnación de la humanidad, cuando se ha desarticulado la maquinaria que hace posible la formalización y la efectividad de los engranajes de la maldad, no puede alzar la mirada, enmudece porque puede ser reconocida la voz del carcelero y torturador por parte de sus víctimas, esa voz que se graba y hiela la sangre de quien sufrió lo indecible a manos de quien, en la cadena de mando, le tocó —y ejecutó con vesania y crueldad gozosa— infligir suplicio a otros. Unas líneas son esclarecedoras: “No es sobre los héroes, sino sobre los testigos donde se funda el honor de un pueblo”.

La hija de este hombre descubrirá en él una verdad atroz: “el crimen del soldado es su obediencia”. Esta mujer ha trabajado como modelo en la Academia de Bellas Artes. Su cuerpo inmóvil es representado por estudiantes que la observan fijamente, y ella se muestra, en su perfección irrepetible, ante la mirada de artistas incipientes. Se desnuda ante ellos, no se oculta, como su padre.

Pero resguarda como él, una intimidad a la que nadie puede llegar: su voz. Para ella su voz le pertenece y resguardarla es lo que la hace una desconocida ante los estudiantes. La voz del padre le delataría. Ambos silencios son de naturalezas distintas. Uno atesora, el otro esconde. Uno es deliberado, el otro impuesto. Corolario de la maldad. Nunca ha visto las pinturas y dibujos que de ella han hecho. No quiere encontrarse con ejercicios que la hayan pintado como lo haría Egon Schiele, distorsionando su cuerpo, retorciendo sus extremidades y facciones.

Quizás, la representación distorsionada a la que le huye sea una transfiguración de la distorsión moral con la que ve a su padre —y que la contiene—. Así como nunca dejará de ser su padre, nunca dejará de ser un asesino. Vaya peso que deja como herencia un truhán cuando ideologizado cree poder cambiar el mundo.

Constructo literario que armoniza personajes e instancias morales. Asesino en el gueto de Varsovia, obsesionado con el lenguaje de la Cábala, agazapado en el mundo luego de cometer atrocidades, se muestra ante su hija como lo que es: un desalmado. Un escritor que traduce del yidish a otro que vivió en aquel gueto, Yehoshúa Singer, que escribió una novela cuyo final los entrelaza: “La muerte es el Mesías. Esa es la pura verdad”. Una mujer que ve perpleja al matarife irredento del padre. Y a diferencia de él, se desnuda ante los otros para ser convertida en arte. Como el mar —tan caro al autor y a su obra— el estilo del napolitano esconde profundidad en la superficie. Sutil, honda, lírica y de una belleza desconcertante, esta historia es uno de los más complejos y logrados artificios de Erri de Luca.

Harrys Salswach

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