El realismo

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Es de noche. Hace mucho frío. Tenemos dos colchas gruesas. Bruno está tapado hasta los dientes. Me pide que le cuente una historia. Le hablo de un niño que empieza a jugar en un club de fútbol. Los otros chicos juegan solos. El niño se siente aislado. Con el correr de los partidos, el niño empieza a dar y recibir pases. Los otros lo integran. Le aprenden el nombre y lo llaman para las jugadas decisivas. En el último partido de la temporada, el niño hace un pase maestro y uno de los habilidosos mete el gol. El equipo logra ganar el partido. Todos festejan.

Mi hijo resopla. Me dice que no le gusta la historia. “Esa historia se parece a mi vida. No tenés que copiar la realidad. Tenés que inventar la historia”.

Yo me quedo tieso. No solo por el frío. Bruno me da lecciones de estética literaria, impensadamente. No le gusta el realismo. Prefiere la ficción pura, el invento, la imaginación. Siento que ataca, sin advertirlo, mi interés en la no ficción. Bruno no lo sabe. Pero yo hace un tiempo que escribo historias que suponen una vocación realista.

Acomodo la colcha y le digo que estoy cansado. Que al día siguiente voy a inventar otra historia. Se enoja. Me pide una nueva. Entonces le digo que él cuente otra, que invente un cuento.

No le gusta la idea. Se tapa y se da la vuelta. Luego vuelve hacia mi lado.

El frío no cede. Como una forma vana de combate, trato de dormir. Tengo su cara cerca de la mía. Siento el traqueteo de su respiración. Al rato, cierra los ojos y sus ronquidos llegan rápidamente a mis oídos.

La noche atrapa el horizonte. La lluvia finísima golpea el vidrio con sus martillos negros.

Fabián Soberón
@fabiansoberon