Buena suerte

Photo Credits: Sarah Twitchell
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El taxista me lleva por las calles paralelas para esquivar el embotellamiento. En el transcurso, veo una bicicleta que marcha a ritmo lento y atraviesa el tumulto como una sonámbula tranquila.

Despistado, no alcanzo a ver qué lejos brillan los techos de una manifestación de autos en el parque. El chofer ni se inmuta. Recuerda los días de su trabajo en la juventud, las tardes con sus hijos, su esposa enferma y la rara obligación de llegar temprano.

No soy de aquí, me dice. O sí, nací aquí pero me llevaron a Capital a los meses de haber nacido. Me crié en Buenos Aires, dice, y se ríe, solo, como si repitiera una frase graciosa.

No lo interrumpo. Dejo que siga mientras cotejo los colores de los autos en el tránsito atascado.

Una vez volví a Tucumán cuando era chico. Y vi el acto del 9 de julio, con los caballos, los militares, el desfile. Eso valía la pena. Estaba el gran Onganía. Desde que he vuelto a Tucumán, no he visto algo así. Espero que este año se dé.

Son otros tiempos, le digo y él no escucha. Gira el volante y logra cruzar la calle. Una fila interminable nos sigue detrás.

Pero bueno, qué se le va a hacer, arremete. No me quejo. Tengo trabajo. Mire, carraspea, el otro día me tocó llevar un grupo a Capital.

Mucho tiempo, agrego, rápido, antes de que me tape su voz.

Un buen viaje, ¿sabe? De aquí a Capital son muchas horas y además me tengo que quedar allá.

Un auto toca bocina. El taxista no dice nada. Solo mira por el espejo y sigue su curso.

Los tipos iban al casino. Tenían una meta fija. Cuando llegamos, el tipo es tragado por el casino. Habla conmigo antes de entrar. La mujer le da pistas, lo contiene, lo aconseja. Pero el tipo hace la suya, ¿me entiende? Se juega todo. Un día apuesta un fardo y pierde todo. El segundo día lleva más guita. Yo lo espero en el estacionamiento del casino, ahí en Tigre. ¿Conoce?

Me limité a mover la cabeza para indicar mi asentimiento.

Bueno. También pierde la segunda vez. El tercer día se endeuda. Yo me daba cuenta de que estaban en la lona. Una cosa de locos. Vamos a comer esa noche y ellos hablan de la última oportunidad. Yo no digo nada. Me limito a escuchar. Pero ellos no tienen pelos en la lengua. Hacen cuentas, hablan de las deudas, se quejan de la mala suerte. Al otro día, es la última oportunidad. Venden una moto y se juegan. El tipo me dice antes de entrar: “si gano, te doy el diez por ciento”. Yo me río, ¿sabe?, el tipo estaba loco. No le creo. ¿Y sabe qué pasa? El tipo entra, gana, recupera todo y se lleva casi un millón de mangos.

Y le da el porcentaje, agrego.

Sí, dice, enfático. Me da todo. Esa noche nos vamos a comer un asadito. Yo elijo las partes de la carne.

El embotellamiento ha cesado. Vamos por la autopista. El viento se cuela a través de la ventanilla abierta y casi no lo escucho. Pero no le digo nada. Estoy cansado. Su voz suena como suenan las voces de los viajeros en las piezas de los hoteles.

Acelera y en un rato llegamos al aeropuerto.

El taxista se baja. Me da la mano. Mira hacia los cerros. De repente, como si hubiera sido absorbido por un aire frenético dice, con los brazos en la cintura, que el tránsito no tiene arreglo y que hacen falta los militares.

Se ríe.

Solo estiro mi brazo.

Ya sabe, agrega, si alguna vez quiere ir al casino, me llama.

Claro, digo. Usted trae buena suerte.

Por Fabián Soberón
@fabiansoberon

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